viernes, 18 de noviembre de 2011

RAIMUNDO PACIFICADOR. Cuentos para quererse más

No supo lo que había dentro de aquel saco hasta que lo oyó llorar. Aquel amanecer un corazón había bajado de las montañas de forma furtiva y llamó a su puerta. Al abrirla reconoció los rasgos del hijo que se echó al monte, quien le entregó entre nudos de soga a su primer nieto, con estas palabras:
-Póngale el nombre del padre, Raimundo, y de segundo, Pacificador.
No le dio más explicaciones, se dio media vuelta y se fue para siempre, haciéndola abuela de golpe.
Sí, el padre de Raimundo Pacificador fue guerrillero. Y como su abuela decía, aquel nombre se lo había puesto por algo. Raimundo se crió al amparo de la buena mujer y fue un niño tan tranquilo, tan pacífico, que se ganó la fama de tonto en su pueblo, además de los palos de los chiquillos. Menos mal que Raimundo podía correr a las faldas de su abuela para ocultar sus lágrimas. Ella lo recibía gustosa, le acariciaba la cabeza y le decía:
-Raimundillo, Raimundillo, mi niño, mi compañía, ángel del cielo, algún día tendrás tu recompensa.
Él no sabía lo que significaba aquella palabra pero actuaba en su interior como si fuera mágica, porque, al instante, calmaba su llanto.
De mozo siguió con su cruz. “Raimundo, tonto, cara de tonto”, -le decía la gente-. Esta era la cantinela diaria que acompañaba sus andares. Hasta que una noche murió su abuela. Y le cambiaron la letra por la de “pobre infeliz”. Su querida abuela lo llamó a su lecho antes de fallecer y le dijo:
-Raimundo, no tengo nada que dejarte, pero has de saber que dentro de tu nombre tienes un tesoro. En él está el secreto de cómo podrás ganarte la vida. Raimundo, tú no eres un tonto, tú eres un pacificador.
La herencia de la abuela fue abrirle los ojos al muchacho que, desde ese momento, supo cuál era su oficio. Raimundo Pacificador, en aquel pueblo perdido de la mano de Dios, sabía mejor que nadie lo que era la violencia, porque toda su vida había sido carne de cañón. Pero también sabía lo que era la paz. La respiraba cuando se tendía en el verde mullido del campo para mirar las nubes. La sentía en sus manos cuando cogía algunas naranjas de los árboles y se las comía tomando el sol. Primero, las olía para nutrirse de su perfume a primavera, fuerte y exuberante; más tarde las pelaba y cada gajo de naranja que se deshacía en su boca, era como un trocito de sol que se le derretía dentro. Y es que a Raimundo la paz le acompañaba en cada uno de sus actos y la poesía le manaba por todas partes sin darse cuenta.
Aunque parezca mentira, muy pronto pudo cumplir con su sino. Cuando le preguntaron a qué se dedicaría después de morir su abuela, respondió: “Trabajaré como pacificador”. Y le faltó poco tiempo a la gente para ponerlo en un aprieto. Lo llamaron para intervenir en una riña de taberna. Ante la mirada atónita de los lugareños logró calmar a los contendientes, que lo invitaron a tomar lo que quisiera. Así comenzó a ser respetado en su pueblo. De todas partes lo llamaban para resolver pleitos. Desde peleas entre hermanos, cuestiones de lindes y hasta reyertas de navajas. “Vamos por Raimundo, él lo solucionará”, -decía la gente-. Nunca le faltó un trozo de pan ni unos garbanzos que llevarse al estómago; además, ahora tenía de postre el cariño de sus paisanos.
Ustedes se preguntarán que cuál era el arte del pacificador. Bien, pues su arte consistía en parar el tiempo. En cualquier conflicto, recordaba a los rivales lo bueno que había hecho el uno por el otro. Les decía:
- ¿Has olvidado Juan, que Pedro salvó a tu becerro? Y tú, Pedro, ¿has olvidado cómo él cuidó de tus hijos cuando faltaste a tu casa?
Lo que habían borrado de sus memorias en cinco minutos, Raimundo lo hacía presente. De esta manera el presagio de un odio eterno, se convertía en una escaramuza de chiquillos que dejan de prestar atención a los puños apenas comienzan un nuevo juego.
Pero, Raimundo sabía que el secreto de la paz era lIevarla dentro y la cuidaba en su interior como a un pájaro de cuento cuyo trino es necesario para la vida. Su calma fue tan profunda que ya sólo bastaba con su presencia para apaciguar una disputa. Aun así, el pacificador siguió sintiendo devoción por su nombre. Cuando se acostaba solía pensar en él hasta dormirse.
Le daba las gracias por el pan que le traía todos los días y por el afecto que le profesaban sus vecinos, aquellas personas que de tonto, pasaron a considerarlo un hombre sabio. Su nombre se había convertido en su más fiel compañero y esperaba algún día desentrañar todo su significado.
Una noche, al fin, logró su deseo. Su abuela se le apareció en un sueño, vestida de blanco como una virgencita y le dijo cuál era la esencia de esas dos palabras que se habían convertido en el talismán de su vida. Las mismas que contenían el remedio para acabar con todas las guerras y las desdichas: Raimundo, raíz del mundo; Pacificador, el que hace la paz. Esta era la lumbre que guardaba en su pecho, el sentido de su existencia: plantar la raíz de la paz en el corazón de cada ser para que floreciera en el mundo. Efectivamente, en su nombre estaba escrita la recompensa a todas sus lágrimas.
BIBLIOGRAFÍA
Badillo Baena, Rosa María. (2001). Cuentos para quererse más. México: Alfaomega. págs. 89-92.
REFLEXIÓN DE LA AUTORA
Quizás algunos de ustedes han sufrido el ataque de los demás tan sólo por tener una conducta diferente. A aquellos que son más tranquilos se les perturba y se les agrede por no cumplir con las normas patriarcales, donde se estimula que la masculinidad es sinónimo de violencia.
Pienso en todos aquellos que han sido acusados de “mariquitas”, “tontos”, “inútiles”, etcétera, y que no han podido zafarse de estas etiquetas e incluso han llegado a asumirlas para satisfacer las expectativas de los demás, con el objeto de poder existir para ellos. Esto resulta paradójico, pues los científicos actuales perfilan el prototipo del chico más inteligente como miope, zurdo y por ende pacificador.
Este cuento es un homenaje a todos estos seres en los que nadie pudo ver el valor de lo distinto. La mejor aportación que podríamos hacer para transformar la realidad en este sentido, es reconocer los talentos que hay en cada persona. Por otra parte, la narración contiene en sí una propuesta: la instauración del oficio de pacificador, algo extremadamente necesario en nuestros tiempos. Se trata de abrir caminos a los oficios que favorezcan la reconciliación, para sanar una sociedad donde se potencia el “ir en contra de” o “llevar la contraria” por sistema.

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